¡Mi pequeño!

domingo, 18 de diciembre de 2011


La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y ella le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡Mi pequeño! Pero en otros momentos se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten como exiliadas ante esa vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como éste, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.


(de Barioná, el hijo del trueno de Jean Paul Sartre)

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